El aumento significativo de
diferentes agrupaciones de lucha y su crecimiento paulatino desde las bases de
la sociedad puso en jaque al Estado, y éste optó por la utilización de la
fuerza. Ejecutó el último recurso cuando nuevamente se ponía sobre discusión el
rol del mismo frente a la sociedad, y fue por medio de cohesión y la represión que
el aparato estatal tendría dos finales claros: frenar un crecimiento de las
organizaciones que se volvía desmedido para sus ansias de expansión de la mano
del duhaldismo, o una nueva crisis como la de 2001 que dejaría acéfalo al Ejecutivo.
El resultado fue dual, por un lado los movimientos continuaron sus reclamos
pero con metodologías más cuidadosas, por el otro, el costo político fue voraz:
el por entonces presidente interino Eduardo Duhalde tuvo que fijar fecha para
que, mediante el sufragio, la sociedad pudiera tener la oportunidad de elegir
una nueva conducción en la presidencia nacional.
La elección presidencial en
cierto modo culminó el reclamo de 2001 que pedía por un recambio de figura ejecutiva, pero que
pese a la caída de Fernando De la Rua no había sido el pueblo quien tuvo la
posibilidad de iniciar un nuevo camino de manera instantánea. A esto se debía
sumar la posibilidad abierta que tenían no solo las mayorías partidarias, sino
los partidos de izquierda más ligados a las organizaciones de lucha, y que veían
en este vacío de poder su oportunidad en la pelea por la hegemonía. Quizás esas
mismas luchas internas en las emergentes agrupaciones fueron las que desvirtuaron el nuevo mapa político
que se abría, y la desesperación por llegar al poder generó alianzas
apresuradas que sirvieron principalmente
al peronismo para conseguir su objetivo: con crisis social de por medio,
organizaciones sociales en lucha entre ellas y el radicalismo deshecho era la oportunidad
para tejer rápidamente la estructura de poder y ganar sindicatos, agrupaciones
y minorías de toda índole.
Si bien la lenta recuperación económica
de la mano de Roberto Lavagna empezaba a torcer la curva de la caída libre económica,
la llegada de Nestor Kirchner fue un suceso no menos llamativo. Llegado desde
el anonimato, fue el padrinazgo de Duhalde y cierto sector mediático que
propinó al santacruceño el empuje que necesitaba en su campaña. Sin una oposición
clara, logro trepar fácilmente como nueva y única figura capaz del cambio. No
menor fue que el Ejecutivo eligiera al 25 de mayo como fecha de asunción al
electo presidente, como un guiño al pueblo en tanto demostración del inicio de
una nueva etapa. Con el aparato partidario intacto y el apoyo de ciertos
sectores mediáticos que no se preocuparon en poner el ojo en la historia
personal y de gestion de Kirchner en su provincia, éste logró tomar el poder
pese a la escasa cantidad de votos que obtuvo, y gracias a la decisión de Carlos
Menem de renunciar a la segunda vuelta. Su postura de frenar las presiones de
los fondos de crédito internacional fue recibida con expectativa y aprobación
de amplios sectores nacionales, lo que comenzó a construir un apoyo rápido
desde diversas organizaciones y sectores sociales que rechazaban el
endeudamiento gestado consecutivamente desde antes de los estallidos de
violencia de diciembre de 2001.
El crimen de Avellaneda fue quizás
la oportunidad política de los sectores en lucha dentro del mismo peronismo
para bajar cualquier pretensión de Duhalde para lograr un apoyo popular. El
2002 significó entonces el fin del duhaldismo como posible frente renovador. La
muerte de Kosteki y Santillán también significó un cambio de mirada desde la
sociedad a los movimientos piqueteros: los que eran vistos como posibles focos
de violencia para llegar al poder, o condenados mediáticamente desde ciertos
medios por los reiterados cortes de transito y protestas, pasaron a convertirse
rápidamente también en víctimas del Estado represivo. Esto movería el piso del gobierno,
quien no podría utilizar más esa desconfianza hacia las organizaciones como
herramienta para tener al grueso de la sociedad de su lado frente a los
piqueteros. Quizás esta lectura también metería
presión en la raíz del peronismo, que no asumiría el rol de "enemigo del
pueblo" y buscaría una solución rápida que dejara exclusivamente sobre Eduardo Duhalde el peso de la masacre, lo cual
daba cuenta de las mismas internas partidarias que se generaban en pos de la
puja por el nuevo liderazgo que se avecinaba.
Lo político en el 2002
Como mencionaba anteriormente, el crimen de los activistas sociales Maximiliano
Kosteki y Dario Santillán marcó un punto de inflexión en lo político y de
transformación de la política en si misma. Esto es, considerar que la situación
acaecida en 2001 y los sucesos de 2002 movieron la discusión en torno a las
libertades, las formas de participación de los grupos sociales y la puja por el
poder. Estos acontecimientos que marcaron un antes y después serian un puntapié
inicial para transformar a la política misma, tomándola como escenario de
administración, y reconfigurándola desde las mismas esferas del Estado, el cual
comenzó luego a reconsiderar las pujas de estas agrupaciones para captarlas y
aglutinarlas en un proceso hegemónico mayor y en conjunto, iniciado desde la
llegada de Nestor Kirchner al poder.
Lo que inicialmente dibujaba un escenario de protestas, las proclamas
sociales del “que se vayan todos”, la pelea por la respuesta desde el Estado a
reclamos laborales, precipió los sucesos trágicos de Avellaneda que fueron la
demostración de la división entre la sociedad política y la sociedad civil, y
la debilidad del poder a dar respuesta satisfactoria, optando por la represión
como salida ante un latente nuevo foco de rebelión social. Sin embargo, este
acontecimiento presenta el quiebre en la política en el sentido en que comienza
a virar las decisiones estatales hacia el mantenimiento del orden ya no desde
la violencia sino desde asumir estas protestas como problemas reales a
resolver, abriendo el diálogo y la participación a un segundo plano de la
política hacia la sociedad civil, cuestión que no había sido proyectada desde
el delarruismo, el cual había optado por el desprestigio y la estigmatización
de estos grupos contra hegemónicos acusándolos de la organización de los
saqueos a supermercados y del corte total de rutas y caminos.
Hablamos entonces de la importancia de este suceso en lo que hace a la
contingencia del proceso tanto en lo político como en la opinión publica, la
cual revisa sus concepciones en torno a los movimientos sociales y piqueteros.
Desde una mirada teórica, los sucesos ocurridos en el 2001 / 2002 dan cuenta de
la contingencia de lo político, y de la tensión entre la representatividad real
de lo colectivo desde un Estado democrático liberal. Estas tensiones comienzan
a replantearse luego de las elecciones presidenciales de 2003, donde el
ejercicio del sufragio cristaliza nuevamente la demandada capacidad de la
sociedad en su conjunto para la intervención en la búsqueda de proyectos
representativos. Esto remite al recupero de la forma Estado en lo que hace a
sintetizar la división social, y la
representación simbólica que había entrado en crisis un años antes.
Las elecciones presidenciales era la deuda pendiente que había quedado
luego de diciembre de 2001, y que el poder no había resuelto de manera
eficiente ante tamaña crisis de representatividad: ante el desplazamiento del Ejecutivo se pretendía una rápida elección, la cual no
solo se demoró, sino que la sucesión de presidentes que arremetió luego ponía
no solo en crisis al mismo sistema político internamente, sino que causaba un
recrudecimiento de las hostilidades frente a la negación de la participación
ciudadana real. Con las elecciones presidenciales de 2003 se recupera lo simbólico
del Estado democrático, y deja atrás los riesgos que suscitaba al mismo sistema
la presión social y de otros grupos contra hegemónicos que luchaban por la
llegada a las esferas de poder, en este caso representado por los piqueteros
como principal fuerza de lucha surgida años antes con un crecimiento
exponencial claramente demostrado.
Cabe destacar que el presente desarrollo entiende al Estado como el
ámbito de disputas entre fuerzas, pero la crisis sufrida en 2001/2002 dejó
entrever la pérdida de representación social que éste tenía. La división entre
la sociedad civil y sociedad política se había profundizado de tal manera que
tornaba insostenible el control, lo que demandó la profundización de los
sistemas de dominación y cohersión. Sin embargo, la representación simbólica de
la sociedad en el Estado se había disuelto debido a la nula respuesta a los
reclamos de los diversos sectores. Con la llegada del kirchnerismo se replantea
esta síntesis de parte del Estado, dando espacio a los sectores que venían
reclamando mejores condiciones y comenzando a tejer nuevamente la relación simbólica
de representación que el mismo ostenta frente a la sociedad civil , lo que
derivó en un rápido apoyo y distensión en la relación entre ésta y la sociedad
política.
El esquema democrático post masacre de
Avellaneda
El esquema político en Argentina sufrió alteraciones irremediables luego
de los sucesos de diciembre de 2001 y la masacre de Avellaneda. Asimismo, el
sistema democrático en su conjunto, herido fuertemente con la crisis de
diciembre de 2001, no supo modificar a tiempo sus estrategias frente a las
agrupaciones sociales que se movilizaban casi a diario contra la conducción
gubernamental. Sin embargo, el contexto en que se daba este proceso no
consideraba que la solución virara a un posible cambio radicalizado hacia un
régimen autoritario, como fantasma que sacude al conjunto social en cada crisis
dirigencial. Más bien se trató de encontrar a quien tomara el toro por las
astas hasta que emergiera una conducción política que permitiera llevar calma tanto
a la sociedad en su conjunto como al
poder institucional y representativo.
Con la decisión de Eduardo Duhalde de fijar fecha a la elección
presidencial comenzó la carrera desde las organizaciones hacia la oportunidad
de llegar al poder. Sin embargo, el aparato partidario mayoritario, en este
caso el peronismo, fue prácticamente la única opción viable para la resolución
del conflicto de quién se haría cargo del país. Si bien los intentos de otras
facciones partidarias intentaron llevar agua para su molino, no lograron
superar el aparato estructurado del partido peronista. Pero esta imposibilidad
de los partidos emergidos en lucha por el poder debido a los conflictos
internos y las pujas por lograr resultados individualistas fue funcional al
mantenimiento y supremacía política. A esto se suma que el mismo peronismo
presentara candidatos varios en nuevos frentes partidarios, pero con una raíz
en común. Esta puja por el poder y los entramados de organizaciones sociales
que comenzaron a hacer firmes los apoyos a uno u otro candidato evidencia el
problema democrático en lo que hace a un reduccionismo de este a un mero
mecanismo entre partidos que disputa la alternancia en el plano dirigencial.
Lo que vislumbraba como un renacimiento de la política y sus esferas de
participación ciudadana, se redujo una vez más a limitar al conjunto social
hacia el camino de “la mejor opción” frente al temor de los fantasmas del
pasado y el quiebre del sistema democrático. Una democracia basada en la
búsqueda del equilibrio, que evidenció una vez más la mercantilidad de los
partidos políticos con los movimientos sociales captados y hacia el conjunto
social, unificando diversos reclamos para la obtención de votos. De esta manera
se observaban diversas consignas conservadoras desde Ricardo Lopez Murphy, el
republicanismo idealista de Elisa Carrió, la recuperación del modelo menemista
de la mano del ex presidente, o la supuesta renovada política que emergía con Nestor
Kirchner, quien en su propuesta aparentaba comprender lo que la sociedad
reclamaba. Los partidos de izquierda y socialistas, una vez más perderían la
oportunidad de lograr consenso social al demostrar una voracidad por el poder
que superaba las consignas históricas, y que derivó en el descreimiento y la no
atracción de un elevado número de electores luego de tantos años de crecimiento
paulatino en la esfera nacional.
A pesar del fracaso electoral, el surgimiento y crecimiento de la fuerza
de poder de las organizaciones sociales demostró la apertura de un segundo
circuito político que irremediablemente asumió la democracia, y que supo
aprovechar el gobierno de Kirchner. Aquellas organizaciones que emergieron
desde la contra hegemonía, y que se transformaron luego en alineadas al nuevo
esquema de poder del kirchnerismo, lograron abrir un nuevo esquema de poder
similar al que había logrado el peronismo años atrás. Las organizaciones
barriales ocuparían nuevamente un rol relevante en la esfera organizativa del Estado.
Este segundo circuito da cuenta de la participación de la sociedad civil en la política
y la capacidad de transformación mutua entre el poder estatal y estas
organizaciones. La política estatal de Néstor Kirchner en lo que hace a
derechos humanos trajo consigo el apoyo incondicional de numerosas
agrupaciones, lo mismo en lo que hace a la ruptura económica con grupos transnacionales
y fondos mundiales de crédito, reclamo histórico de grupos de izquierda y
nacionalistas. De esta manera también las organizaciones vieron modificar sus
realidades, creando incluso conflictos internos por la politización de sus
reclamos bajo las directivas oficialistas.
La masacre de Avellaneda demostró las dos caras de la crisis democrática,
tanto la radicalización del poder estatal para frenar a los movimientos
sociales como el posterior retroceso en los logros y apoyo social que estas
habían obtenido en sus luchas, debido a las pujas internas y el acercamiento a partidos históricos que
habían sido cuestionados desde el “que se vayan todos”. El nuevo circuito de la
política a través de las organizaciones barriales permitió comenzar a tejer un
poder político a paso acelerado, demostrando una supuesta mayor permeabilidad
del Estado frente a las consignas sociales, y ampliando la conducción misma a
través del acercamiento directo con las bases de lucha en los distintos
estamentos poblacionales.
La suma de sectores de la sociedad civil en el desarrollo del estado
permitió la reestructuración rápida y la calma de los sectores descontentos. El
acercamiento hacia la sociedad civil no solo ejemplificaba un cambio en la
manera de hacer política, sino una posibilidad más amplia para el desarrollo de
soluciones. Si bien esto es cierto, también es necesario destacar que la participación
de la sociedad civil no significa una mayor democracia, ya que surgen males
indeseables como el clientelismo y el asistencialismo exacerbado, convirtiendo
esta relación en un terreno de cohersión mutua, hoy palpable en algunos
sectores sindicales que inicialmente apoyaron el proyecto político, y que cruzaron de vereda al ver truncadas sus
exigencias.
Los problemas de la democracia moderna
Las organizaciones sociales surgidas desde el gobierno de Fernando De la
Rua, las luchas barriales, el agravamiento de la crisis económica, la
devaluación monetaria y finalmente el extremismo estatal en el uso de la fuerza
para la contención de los reclamos, dibujaron un panorama claro que puso en
discusión a la democracia misma y su concepto de representación de demandas. Si
bien en Argentina existe un proteccionismo social en el mantenimiento de ésta
por razones históricas frente al autoritarismo, la crisis política fue total, y
conllevó a un replanteamiento del camino a seguir en materia de representatividad
real y los estratos de poder.
Aquellos años demostraron la consecuencia directa de la economía
neoliberal global y del mal desempeño político en la resolución de conflictos y
prioridades hacia lo externo frente a lo interno. La democracia estatal argentina
se mostró atada a las decisiones económicas del exterior, las cuales fueron
dando rumbo hacia un final quizás un tanto predecible. Asimismo, es innegable
que la presión no emergió solamente desde las bases sociales, sino que desde el
mismo seno del poder legislativo se puso en jaque al gobierno radical como
sucede habitualmente entre oficialismo y oposición. Las medidas adoptadas
económicamente intentaron acomodar una balanza de pagos con números en rojo, y
a esto se sumaba el descontento de las clases medias y medias altas por las
restricciones bancarias, sectores sociales que rara vez demostraban su
descontento explícito ante el Estado. Quizás haya sido una de las pocas veces en que la
sociedad casi en conjunto estaba de acuerdo en dar un final al período que se
vivía con el gobierno de De la Rua.
Sin embargo, el embate era sufrido por todo el poder político en
conjunto, y se tradujo en la consigna “que se vayan todos”, pero el planteo
rápidamente cayó en desprestigio cuando la pregunta sin resolver era quién se
haría cargo del poder. La joven democracia y sus estamentos sociales no
permitirían caer nuevamente en el autoritarismo o soluciones estrepitosas, por
lo cual era necesario que emergiera otra figura política inevitable,
demostrando que la política misma y la estabilidad del Estado como garante de
la paz social y del mantenimiento de la organización interna eran una necesidad. De este modo, los movimientos
piqueteros alzaron aun más su voz como la posibilidad real a ese cambio que se
estaba pidiendo. A pesar de ello, no supieron consolidar su política como
venían realizando desde la base social, y se precipitarían luego a la disputa
electoral con alianzas en los partidos tradicionales. Esto reflejó en la
sociedad una mirada desconfiada hacia estas organizaciones, lo cual derivó en
que el cuerpo electoral se inclinara nuevamente hacia la búsqueda de soluciones
en los partidos y figuras políticas que ya se habían desempeñado en otros
cargos gubernamentales.
El trabajo logrado por los movimientos contra hegemónicos se disolvió en
gran medida en el escenario electoral una vez pasados los sufragios de 2003. El
partidismo político con el electo oficialismo reconfiguró rápidamente esas
estructuras, generó divisiones internas y destruyó un colectivo social que
venia en crecimiento de manera subalterna como fueron los grupos piqueteros.
Esto no se debió solamente a reconfiguración del Estado hacia la protección
económica interna, sino a cooptar a estos grupos que cedieron en sus reclamos
por la verticalidad que el proceso y el partido peronista demandaba. Otras
organizaciones de izquierda se mantuvieron en lucha, pero el desprestigio
causado por la alianza con parte del sector político derivó en el fracaso.
Sin embargo, aquellas organizaciones que optaron por el apoyo al
kirchnerismo han abierto un segundo circuito político y una mayor participación
de la sociedad civil en la política. Mencionaba anteriormente el trabajo del
peronismo histórico desde las bases que se destruyó luego de la dictadura
militar. Ese entramado consignado en las universidades, los barrios y los
sindicatos, se hizo nuevamente palpable como si nunca hubiera desaparecido, y
emergió demostrando nuevamente un método de la política en cuanto a la
resolución rápida de conflictos y demandas sociales, evitando así
manifestaciones y paros. Asimismo, los sucesos posteriores a los cacerolazos
reconstruyó la noción de pueblo; éste ya no era el imaginario de los sectores
de escasos recursos o medios exclusivamente, sino que los diversos reclamos de
clases bajas, medias y media altas se aglutinaron conjuntamente por el descontento que el
radicalismo había generado en las mismas. El pueblo no solo era los desocupados
y piqueteros, también estaba conformado por los ahorristas bancarios, los
estudiantes, los empleados en actividad, los jubilados, los medios de
comunicación, etc.
Como se mencionaba, la masacre de Avellaneda precipito rápidamente la
disputa electoral, revirtió el paulatino crecimiento de poder que el duhaldismo
estaba logrando y selló una consecución de sucesos que, si bien preveían un
cambio de raíz en la política nacional, derivó una vez más en las mismas
figuras políticas y estructuras partidistas que venían desde el menemismo. Estos
reclamos dejaron en claro además que pese a la pretensión del “que se vayan
todos”, el Estado tiene una función de ordenador, y por lo tanto demostró una
incapacidad para disolverse una vez pactadas las elecciones presidenciales. De
esta manera, se denota que el Estado es parte constitutiva de la división social,
y pese a los sucesivos acontecimientos de gravedad institucional, la figura del
mismo es necesaria para el mantenimiento del estructuramiento social como
condición ineludible del funcionamiento democrático.
Los sucesos de 2001/2002 fueron un claro ejemplo de las tensiones que se
generan en el mismo Estado. Además permitió dar cuenta de los problemas de la
democracia en cuanto a la representatividad y el poder del pueblo. La década
menemista, y finalmente el delarruismo, fueron reflejo del problema de la
democracia liberal y la división social. La sujeción a los sectores económicos dejó
de rodillas al mismo Estado, el cual perdió paulatinamente el apoyo social y
profundizo la división entre los sujetos sociales y los sujetos políticos,
sumada la incapacidad de armonizar los diferentes reclamos. A su vez, el avance
sobre lo ahorristas y la propiedad privada también demostraron la crisis desde la concepción misma del liberalismo y
la función del Estado, perdiendo su capacidad de administrador de garantías
individuales y poniendo en peligro el sistema económico tanto internamente como
hacia el exterior por la desconfianza generada dentro de la economía global.
Reflejo de esto fue el elevado índice de riesgo país registrado por aquellos
años y los prestamos internacionales a tasas exorbitantes.
El legado Kosteki y Santillán
La masacre de Avellaneda marcó un profundo punto de inflexión tanto en lo
político, lo económico y lo cultural. La clase política debió reformular la
ejecución de medidas urgentes para remediar el paulatino descreimiento en las
instituciones que se gestó desde los inicios de la gestión de Fernando De la Rua,
y que culminó violentamente en 2001 /2002. Las demandas ya estaban instaladas y
tarde o temprano se debía dar una respuesta a éstas para evitar males mayores.
A pesar de los sucesos que dejaron acéfalo al Ejecutivo, la clase política
continuó su status quo en lo que hacía a la atención de lo urgente que brotaba
desde todas las aristas de la sociedad.
En lo político el cambio fue ambiguo. Si bien decantó en la salida del
radicalismo de la escena a corto y mediano plazo, al igual que el corte abrupto
de las aspiraciones del duhaldismo para llegar al poder con el apoyo social, la
estructura del peronismo se mantuvo casi intacta excepto por el recambio de algunos
personajes. Sin embargo, muchos de aquellos que fueron partícipes de esa crisis
institucional hoy continúan en el poder, lo que da cuenta del fracaso en ese
sentido, y del costo social que significa el mantenimiento de la democracia con
la necesidad de la representatividad política. En el caso de las organizaciones
sociales, el fracaso se debió a la búsqueda de éstas de un padrinazgo
estructural del primer circuito de la política, lo que conllevó al
cuestionamiento de sus verdaderas intenciones y compromiso con las raíces
históricas de sus movimientos.
Lo político también sumó un cambio profundo en cuanto a su metodología de
distribución y ejecución con la integración de ciertos movimientos sociales y
su inclusión de demandas a partir del gobierno de Kirchner. La reconstrucción
institucional necesitó del acercamiento a las bases de grupos subalternos y la
asimilación de reclamos que detentaban, a fin de la recuperación rápida del
poder por parte del Estado. En algunos casos estas mismas agrupaciones fueron
absorbidas de manera tal que se han fragmentado y han modificado sus mecanismos
de reclamo, ya no desde el piquete y la cohersión al aparato gubernamental,
sino desde la verticalidad en el funcionamiento del aparato de ejecución.
El papel de los medios de comunicación en esta etapa de reconstrucción
política también fue vital, ya que la urgencia en la recuperación de lo
institucional precisó del apoyo mediático para que emergieran las propuestas de
los diferentes proyectos políticos en la oferta partidaria. La clase política
abogó entonces por acaparar la atención mediática y fomentó también el avance
sobre los grupos de lucha que venían ejerciendo una presión cada vez mayor, donde
en este caso el peronismo demostraría mantener intacto su entramado
estructural histórico en todos los
sectores de la población nacional, logrando un rápido avance para llevar calma
a estos grupos y en lo posible sumarlos a la construcción de un proyecto con el
objeto de triunfar electoralmente.
En el aspecto económico el cambio viró hacia una profundización en el
asistencialismo urgente. Esto motivó el apoyo de parte de los movilizados a
través de la rápida resolución del conflicto por medio de los planes sociales.
La decisión del cese de pagos a los organismos internacionales de crédito fue
un guiño hacia estos movimientos, y el viraje del proteccionismo económico del exterior
hacia el interior llevó calma a amplios sectores más empobrecidos. Los
conflictos de la clase media y los ahorristas en torno al corralito se
derivaron al poder judicial, con lo cual se ganaban plazos temporales para
reactivar la economía y poder dar respuesta con un sistema económico más firme.
Asimismo, el apoyo de la región de América Latina en su conjunto a través del
Mercosur favoreció a la integridad en el mercado internacional regional,
dejando en segundo plano a grupos económicos como el FMI, el Banco Mundial y el
Club de París.
La lógica del asistencialismo logró la reactivación rápida de la economía
a través de la conjunta política de consumo desde el Estado. A pesar de ello,
en la actualidad esta política está sufriendo una crisis por su extensión
temporal que imposibilita el verdadero crecimiento real de amplios sectores
sociales. A pesar de ello, lo económico comenzó también a estar ligado a lo
político pero de una manera inversa. Los condicionamientos de la economía
derivaron en la crisis política y social de 2001/2002, y el viraje hacia el
proteccionismo interno dio respuesta rápida
a la comprensión de que la política debía dar respuesta a pesar de la
presión de los grupos económicos locales y extranjeros. La economía, entonces,
quedó acotada a las decisiones políticas más urgentes para la resolución de los
conflictos.
La crisis argentina se precipitó por la sujeción de la política a la
economía internacional, dejando en segundo plano la cuestión social interna y
el costo institucional que ello acarreaba. La lógica de la política liberal global
demostró las consecuencias de su ejecución en Argentina, quien hoy es ejemplo
internacional de los errores y vicios de esta ideología de mercado sobre los
países. Aun así, es inocente pensar que la lógica de mercado y sus derivaciones
de pobreza y desigualdad son exclusiva culpa de las presiones externas. La
clase política en su conjunto fue partícipe necesaria en extremar las
condiciones sociales internas, lo cual habla del fracaso político mencionado
anteriormente por la permanencia en el poder de actores que fueron cómplices de
estos sucesos. Será una de las fallas de la democracia en tanto costo del
mantenimiento del sistema ante la amenaza del autoritarismo y las salidas rápidas.
En pos de la preservación de la figura estatal, la sociedad civil debe resolver
la cuestión de la representatividad política por la necesidad del mantenimiento
del orden por medio de la misma institución.
Desde lo cultural, la masacre significó una herida profunda en la
sociedad en su conjunto. Las aspiraciones a una mayor y mejor clase dirigente
se vieron sesgadas por la violencia de los sucesos, lo que modificó las
relaciones sociales en general. Por un lado se manifestaron cambios en las
formas de protesta, en el sentido en que los movimientos descubrieron el
carácter represivo del Estado, el cual no se había manifestado tan
explícitamente desde el regreso de la democracia. El cacerolazo marcó un
símbolo que constantemente traduce el hito de los reclamos ante el Estado, y
que se expandió incluso internacionalmente como suceso novedoso como el de los
movimientos de indignados en la actualidad. De esta manera, en lo cultural se
redescubrieron los mecanismos de protesta frente a las decisiones políticas, y los
cacerolazos y piquetes se perpetuarían como los sucesos que marcaron la
participación ciudadana en su conjunto en contra de las malas decisiones
políticas.
Lo cultural no solo sufrió cambios respecto a lo simbólico de las
cacerolas en relación a la protesta social. Los piquetes se habían convertido
también en un proceso identificatorio de las organizaciones de lucha, ya no
solamente desde el aspecto de la cohersión hacia el Estado por los cortes de
caminos, sino como metodología de exacerbación y demostración de pertenencia.
El piquete tendió a transformarse en un hecho cultural de una amplia carga emocional de sus
protagonistas. Lo mismo ocurriría en los barrios y el auge de los clubes de
trueque, donde comenzaban a originarse organizaciones que planteaban una
alternativa ante la crisis, generando reglas propias y hasta monedas internas,
en claro proceso contestatario y contracultural ante la falta de respuesta
estatal. Además comenzarían a generarse estrepitosamente el fenómeno de las fábricas
recuperadas, lo cual permitiría también
el lento proceso de recuperación económica de muchos sectores de trabajadores.
El contexto en América Latina
Los sucesos de 2001/2002 en Argentina fueron sin duda el coletazo de una
crisis del modelo liberal a nivel internacional. El reflejo del mismo no
produjo altibajos económicos y sociales en nuestro país sino en toda la región
del sur. Debido a los problemas internacionales, el crecimiento económico de
América Latina sufrió embates en cuanto a su comercio exterior y las presiones
generadas por los financiamientos de organismos de crédito. La crisis generó un
déficit crónico en las balanzas de pago y una debilidad en el sistema bancario
por la fuga de capitales. Esto provocaría el recordado corralito bancario, la
pesificación de ahorros y finalmente la caída del modelo de convertibilidad
cambiaria de los noventa. Sin embargo, el problema más urgente en el caso argentino
no se solucionaba solamente con la flotación o devaluación cambiaria, ya que la
desocupación necesitó medidas urgentes que permitieran obtener ingresos a
familias que habían caído en la pobreza absoluta. Países como Chile y Brasil
también promovieron medidas fiscales restrictivas, en México se desarrollaron
políticas de restricción monetaria y ajustes fiscales, Venezuela comenzó una política
macroeconómica de expansión.
Las bajas de perspectivas de crecimiento para toda la región mostraban
números bajos en relación a cinco años atrás. La crisis financiera de 2001 en
Estados Unidos afectó el comercio de muchos países de Centroamérica, República
Dominicana y México, éste último vio frenar las tasas de crecimiento que había
logrado, evitando el coletazo del no muy lejano Efecto Tequila del 94. Sin
embargo, el crecimiento de México comenzaba a frenarse a través de las mismas
políticas del gobierno que para financiar las altas tasas de interés ponía en
riesgo el déficit de su balanza de pagos, con lo cual tendió a una política
restrictiva en el aspecto monetario. La región de América Central, en tanto,
vio reducidos sus volúmenes de exportaciones debido al proteccionismo interno
de las economías en crisis.
En lo que respecta a América del Sur, los países de esta región fueron
los que más sufrieron la crisis de esos años, entre ellos los que conforman el
bloque del Mercosur, Venezuela, Colombia y Ecuador. En lo que respecta a estos
últimos, la caída en el precio del petróleo resentirá la exportación del mismo,
lo cual conllevó a una reducción de los ingresos en las economías. En Bolivia y
Perú, la desaceleración económica produjo una caída del consumo interno y un
leve estancamiento del sistema financiero. El caso argentino registraba
antecedentes desde hacía tres años atrás, lo cual culminó con los sucesos
trágicos de 2001 y la renuncia de Fernando De la Rua. Las motivaciones de esta
crisis tuvieron el eje en el endeudamiento extremo que llevó a cabo el sector
público a través de los créditos internacionales. La atadura al Fondo Monetario
Internacional y sus rescates no sirvieron de mucho, sino que tradujeron un
mayor desequilibrio financiero debido a las faltas de una política económica
clara de desarrollo.
La crisis argentina arrastró a sus vecinos más próximos como Uruguay y Paraguay,
quienes vieron afectados sus comercios con nuestro país. Quizás sea Brasil el
caso más distinguido en cuanto a mantenimiento y sostén de la economía. Aunque
no tuvo los índices de crecimiento planeados tiempo atrás, la economía carioca
alcanzó porcentajes del 4% de crecimiento del PBI. Las políticas de Estado
promovieron el consumo interno de la mano del aumento de empleo y
remuneraciones al mismo. El sostén de su economía le permitió mantener en valor
su moneda, reduciendo las posibilidades de desequilibrios e inflación. El caso
de Chile es similar, apoyado en gran medida por sus exportaciones de minerales
y una estabilidad económica que el Estado mantuvo constante, aunque con algunos
niveles de desempleo todavía elevados.
Para realizar una mirada global sobre el fenómeno de la economía liberal
en América Latina es necesario comprender la lógica de dominación desde el
extranjero. Las malas políticas desarrolladas en la región, la búsqueda de
asimilación por parte de las economías del norte y Europa y una pésima
administración interna, derivó en el descuido del mercado regional y los
consecuentes resultados reflejados por la crisis de Estados Unidos. La
dependencia ante el país del norte se llevó consigo a gran parte de la región,
y Argentina fue el caso más emblemático de esta voracidad.
Desde lo político, desde 2003/2004 se comenzó a avizorar una mirada
interna mucho mayor, y un replanteamiento de las políticas estatales para contrarrestar
la dependencia y reflotar las economías como bloque interno. La culminación del
proyecto del Banco del Sur en 2009, ideado a fines de 2002, deja entrever este
cambio radical en la política de los países de la región, recomponiendo las
economías locales y fomentando el comercio entre vecinos, cuestión que no había
sido de importancia para los anteriores gobiernos que, en el caso argentino,
buscaban la dolarización plena de la economía y su consecuente dependencia ante
la economía norteamericana. Además del Mercosur, se suma en 2001 a la Comunidad
Andina en la planificación comercial.
El viraje económico en la región vino de la mano de un cambio estructural
en la política de los países. Néstor Kirchner en Argentina, Lula da Silva en
Brasil y Hugo Chávez en Venezuela son quizás las tres figuras más
sobresalientes a la hora de dar cuenta del inicio de una nueva etapa de
reformas en sus países en torno a la situación social que atravesaban.
Procuraron promover la asistencia social y el empleo público para la
reactivación, generando empleos y reactivando la economía. La política social
fue vital para calmar las demandas sociales por la pobreza que se generó, y la
clave fue iniciar una nueva etapa de protección de la economía local y regional
frente a las presiones y demandas extranjeras. El corte con el FMI en el caso
argentino demostró la comprensión del Estado en cuanto consecuencias trajo a
nivel social la dependencia directa con el organismo. En Venezuela y Brasil se
fomentó de igual manera la inversión publica, y Lula da Silva entendió que la
sobrevaluación de su moneda le quitaba competitividad y aumentaba el
endeudamiento externo. Las medidas entonces giraron en pos de dar un mayor
empleo y más equidad social, generando programas sociales y el Plan Nacional de
Reforma Agraria para fomentar el comercio agroexportador. En Venezuela
ocurrieron medidas similares en torno a fomentar lo social y la soberanía
nacional, desligándose de las presiones extranjeras.
Comprender lo político en este periodo es entender la nueva
conceptualización y reformulación de los planes de gobierno con base en lo
popular, entendiendo a éste como lo local y regional, lo histórico y nacional.
Lo político procuró entonces dar por sentado su compromiso con el rescate de lo
urgente en torno a las demandas sociales que pedían un cambio drástico en el
desarrollo de las relaciones internacionales. De este modo triunfa Lula desde
el sindicalismo y el partido de los trabajadores, Kirchner y su impronta
política en torno a rescatar los reclamos de las agrupaciones que más presión habían
desarrollado en el periodo 2001/2002, y Chávez con su discurso opositor al
neoliberalismo, habla a las claras de la necesidad de el conjunto social en la
región de América Latina de modificar esta realidad que había sumido a las
naciones en la miseria.
La masacre de Avellaneda fue un ejemplo más del agotamiento del modelo
que se estaba viviendo, y el cese de los focos de violencia ya para mediados de
2003 dan cuenta del aglutinamiento logrado desde la política hacia las
organizaciones de lucha en sus expectativas y reclamos. Si bien el crecimiento
económico se sostuvo ante un inminente asistencialismo social, esto evitó la
necesidad de nuevos endeudamientos con los países símbolo del neoliberalismo y
sus organismos de finanzas como el Banco Mundial, el F;I y el Club de París.
Desde lo político necesariamente se tuvo que asumir el compromiso de cambio
para el mantenimiento del orden, la paz social y las instituciones.
Lo cultural en la región también se vio modificado por el surgimiento de
nuevos movimientos sociales. Las minorías tuvieron la oportunidad de comenzar a
ganar respuestas y derechos desde el Estado. Asimismo, en la etapa previa a la
recuperación económica de la región son destacables los logros de los movimientos
históricos de lucha en las políticas nacionales. Volviendo al caso argentino,
los grupos piqueteros y de izquierda han conseguido no solo mover la estructura
al poder político, sino captar la atención de éste para finalmente lograr
objetivos históricos como el cese de las
medidas de ajuste en la sociedad con el fin del cumplimiento de las exigencias
extranjeras.
En América Latina de 2001/2002 los movimientos culturales de lucha
estaban caracterizados por lo piqueteros y desocupados en Argentina, los
movimientos universitarios, la Central de Trabajadores y la Coordinadora
Mapuche en Chile, la Coordinadora de Movimientos Sociales y la Confederación de Nacionalidades
Indígenas de Ecuador, el Frente Amplio
uruguayo, la lucha boliviana y la llegada de Evo Morales al poder, el movimiento
sindical en Brasil, la lucha por el acceso a la tierra en Paraguay, son algunos
de los sucesos y colectivos de lucha que hablan a las claras del procesos de
transformación cultural y política que se vivió en la región a partir de la
crisis del modelo neoliberal.
Conclusiones finales
La crisis 2001 / 2002 logró transformaciones en la democracia argentina y
en toda América Latina. En nuestro país significó un viraje en la política, una
participación ciudadana más amplia desde el segundo circuito de la política,
una transformación del Estado con lo social por sobre lo económico y una
transformación cultural palpable en los avances de numerosas minorías en lucha.
En el continente los procesos fueron similares en cuanto a transformaciones
desde el socialismo, dando por agotado el modelo neoliberal profundo que se
había instalado a principio de los 90, y que generó un endeudamiento atroz en
todas las naciones. A la hora de hablar de fracasos político se puede mencionar
a los movimientos sociales argentinos como los piqueteros, que fueron
absorbidos por el sistema partidario tradicional. Además, la transformación
democrática no fue total, ya que al día de hoy la voluntad popular se reduce a
la voluntad de las mayorías, con lo cual el ejercicio democrático habla de una
necesidad todavía insatisfecha en el logro de procesos políticos que realmente
permitan un acceso más abierto al sistema. Si bien el segundo circuito político
está abierto, es cierto también que se evidencia una participación en éste solo
de las mayorías partidarias, lo que se traduce en un monopolio político cada
vez mayor.
Las políticas sociales han generado una capacidad de recuperación
económica y social importante, pero el abuso del asistencialismo pone en
discusión si la verdadera función del Estado no se está reduciendo a tapar
necesidades insatisfechas de trabajo digno y crecimiento económico real en los
hogares con planes sociales. El mismo, si bien fue una solución rápida a los
problemas urgentes de miseria en Argentina, hoy se perpetúa a casi diez años de
esa crisis, lo que no termina de resolverse de manera total y dando lugar a
nuevos reclamos en busca de soluciones reales de trabajo digno. Asimismo, la
caída del salario real es un mal en crecimiento que el Estado niega
constantemente, lo mismo que el aumento en la brecha entre los más ricos y los
más pobres, un problema sin resolver y que da cuenta de una cuestión todavía
irresuelta mas allá de los discursos.
Otro mal en la democracia de la región es la corrupción y sus
consecuencias. Las democracias verticalistas y el aumento del poder en figuras
unipersonales traen consigo un hermetismo en las decisiones económicas con
sectores de poder, además de los escasos logros obtenidos por investigaciones
federales que caen en saco roto. A esta desconfianza se suma el crecimiento
patrimonial de numerosos funcionarios que eluden a la justicia o los procesos
se extienden en el tiempo y pasan a ser archivados.
Es por ello que las deudas de una democracia representativa de todos los
sectores siguen en pie, las mejoras han sido notables en cuanto a oportunidades
para muchos sectores, pero otros quedan aislados por las dicotomías políticas y
la estigmatización de los reclamos. Es sin duda, un proceso que deberá nacer
desde las bases sociales nuevamente y no desde la verticalidad del poder, ya
que las principales transformaciones de los procesos políticos nacen de las
necesidades mismas del conjunto social hacia la política y no al revés. El
camino en América Latina está abierto, es cuestión de lograr nuevas redes de
lucha frente al entramado de poder para lograr mayores transformaciones frente
a la hegemonía partidista y la verticalidad de los funcionarios. En definitiva,
perder el ejercicio de protesta o caer en las dicotomías solo habla de un
retroceso social en sus exigencias al poder político.
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